Los pilares de un modelo expulsivo

Cristina Kirchner y Alberto Fernández
Cristina Kirchner y Alberto Fernández

Vaya qué paradoja, un modelo político-económico que se autoproclama de inclusión resulta en los hechos el modelo más expulsivo que ha conocido la Argentina en toda su existencia.

Históricamente éste ha sido un país receptivo, primero de inmigración europea hasta mediados del siglo XX; y luego de latinoamericana hispano hablante. La primera onda expulsiva se produjo durante las dictaduras, comenzando a finales de los años 60 y principios de los 70 del siglo pasado, focalizada en grupos por razones ideológicas. Amén de otras penosas consecuencias, fue muy lamentable para la Argentina la pérdida de valiosos intelectuales y figuras de la ciencia entre los que dejaron el país.

Luego vinieron otros ciclos expulsivos a continuación de cada una de las grandes crisis, como las de hiperinflación o la del 2001/2002. Pero esos procesos se fueron aplacando un par de años después de transcurridas esas crisis. Sin embargo, la expulsión nunca tuvo la virulencia de lo que está ocurriendo estos días.

Esta expulsividad es estructural y se aprecia con nitidez en al menos tres dimensiones: con empresarios y emprendedores que se sienten echados por un sistema impositivo que perciben confiscatorio y emigran. Luego hay una expulsión interna, que es la de ciudadanos de la clase media expulsados a la pobreza, y donde, si bien no es un hecho nuevo, al ver los guarismos de éstos últimos años daría la sensación que es un proceso que se agudizó. No hay que olvidar que la Argentina tenía un 7% de pobres en aquellos referidos años 60 y 70 y ya se aproximan al 50%. Tampoco desconocer que durante el kirchnerismo gozó de la década de oro de las materias primas, donde todos los otros países de América Latina dieron un salto cualitativo en lo social al elevar vastos sectores de sus sociedades hacia las clases medias. El kirchnerismo dilapidó esa gran oportunidad. La tercera dimensión donde se percibe con fuerza la expulsión es en el caso de los egresados universitarios y los jóvenes talentos que dejan el país por falta de opciones laborales debido a la muy baja tasa de inversión. O por las paupérrimas remuneraciones que obtendrían por sus cualidades profesionales, en buena medida por la desvalorización de nuestra moneda. Son actores que no intuyen un cambio de tendencia para los próximos años, sino más bien un agravamiento. Y si bien es algo que también viene sucediendo de larga data, nunca había alcanzado los ribetes de éstos tiempos.

Señalado esto sin entrar a explayarnos en las empresas que la realidad invita cordialmente y día a día a dejar el país. ¿Por qué se van los grandes empresarios, si se supone que son gente que ha triunfado y han amasado sus capitales en el país? Porque se sienten acosados por un sistema tributario que de forma directa e indirecta resulta confiscatorio. Ven además que la tendencia, con la sugerencia gubernamental de implantar impuestos a la herencia y la suba de otros gravámenes como el de Ingresos Brutos, amén de acentuar el sesgo confiscatorio quitan toda perspectiva a invertir y a hacer negocios en el país.

¿Subir impuestos para qué? ¿Para financiar viajes de egresados o la calefacción a habitantes de zonas frías? ¿O las cuantiosas pérdidas de empresas públicas, algunas de las cuales ni siquiera están en operaciones? Es una afrenta a los contribuyentes que ven como se despilfarra su capital que perciben confiscado. Visto con más perspectiva aún, es parte de un ataque al capital, un aspecto clave de éste modelo expulsivo.

La saña es todavía mayor hacia el capital foráneo -lo puso de manifiesto el kirchnerismo cuando arremetió contra las empresas de servicios públicos de capital extranjero en la primera década de los 2000 y que derivó en una acumulación de litigios sin resolver de costo aún imprevisible para el país-. Y se expresa hoy en la tasa más alta aplicada en Bienes Personales a los patrimonios atesorados en el exterior. ¿Alguien piensa que esa elevada alícuota tiene por fin convencer a los depositantes a que repatríen esos fondos para colocarlos en ésta plaza bajo el éjido del Banco Central de la República Argentina? Si es que salieron del país precisamente para quedar fuera de esa tutela. Y no sin sus razones, temen, como tantas veces sucedió, que ante la desesperante escasez de divisas el mencionado Banco Central les incaute los dólares y consuele a los ahorristas dándoles en compensación pesos al valor del dólar oficial. No se precisa mucha imaginación: basta ver las frecuentes incautaciones a quienes le prestan plata al país. Éstas incautaciones son un hábito arraigado, algo cultural.

La Argentina tiene la costumbre de cuestionar y deslegitimar las obligaciones externas -sobre todo si quien tomó la deuda no pertenece al campo popular- hasta forzar “quitas” de magnitud en el capital adeudado. La última quita a la deuda privada se propinó hace menos de dos años. Luego de haber provocado no hace tanto tiempo el default más grande de la historia, que culminó con una quita de nada menos que del 75% de las acreencias -ese fue el porcentaje del capital que se les “evaporó” a los acreedores del país-, el “granero del mundo” no puede afrontar con seriedad ninguna deuda. Para colmo, cada uno de éstos zarpazos al sistema financiero le genera réditos políticos al poder: mucha gente considera una gesta asestarle esos manotazos al capital internacional, con lo cual, hay una cuota no menor de responsabilidad de la sociedad.

Por éstas razones nadie le presta a la República Argentina. Y cuando suceden imprevistos como la pandemia, circunstancia en que nuestros vecinos -Uruguay, Paraguay, Bolivia, Perú- toman crédito al 3% anual o menos, al país no le queda otra alternativa que emitir -y hacer subir la inflación- y exprimir a los contribuyentes de mayores recursos con impuestos confiscatorios. Eso fomenta la evasión -crece la economía en negro y se reduce la formal- y promueve la salida de los principales empresarios del país. Esa salida tiene un doble efecto negativo: se reduce la participación de grandes contribuyentes en la recaudación nacional y emigran aquellos que tienen los recursos y el hábito de invertir y generar trabajo, las únicas palancas que pueden detener la caída de la Argentina.

El país ya estaba desnudo y la pandemia le voló el último velo. Por lo tanto, con inflación y desaliento a la inversión y al empleo el resultado inevitable es el aumento de la pobreza, que no para de crecer. No hay ningún misterio en esa ecuación. ¿No se percató la mayoría de la sociedad que vive de un salario que la inflación siempre le gana a los ingresos fijos? La emisión sin respaldo y la suba desenfrenada de impuestos son dos pilares fundamentales de este modelo expulsivo. Y si encima se combinan con despilfarro fiscal, lo que exacerba aún más la necesidad de recursos públicos que solo pueden obtenerse con esos perversos instrumentos (emisión monetaria e imposición tributaria) el país está encerrado en lo que se define como un perfecto círculo vicioso. Eso genera un clima de desapego que impulsa a cada uno a “hacer la suya”, en lugar de privilegiar el cuidado de un espacio que se considera un activo común. Una verdadera lástima, que un país con las extraordinarias posibilidades de la Argentina -que aún conserva- se tenga que arrastrar en las engañosas fabulaciones de este modelo de expulsión.

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